Me encantan las personas que sonríen. Quiero explicarme bien. Me gustan las personas para las que sonreír es su estado natural. Seguramente sean un veinte por ciento de la población. Durante un tiempo dudé si era algo físico o mental. Me parecía tan increíble ver a alguien esperando, por ejemplo, un autobús a las siete y media de la mañana, decorando ya su rostro con un arco en los labios, con el ceño sin fruncir y la mirada de quien sabe que será un gran día.
Seguramente se llenen de arrugas de expresión y guarden bajo ellas cientos de miles de rostros serios como garabatos grises en el metro, por las calles, en oficinas, incluso en tiendas de juguetes; y ni tan siquiera se plantearán el por qué de tanta tristeza.
Yo, que soy gris, sonrío en horizontal. Mis labios no permiten más allá de una línea recta, nunca acaban de curvarse. Los grises esperamos a que llegue la risa y nos golpee como un huracán. Los que sonríen no esperan nada, y esa es la clave: no esperar.