http://luciernagasdeciudad.blogspot.com/
Llevaba escondida, en la inconsciencia, una amapola: larguirucha y
firme, casi tan viva como el recuerdo de los campos de antaño, que
bailaban en sus gafas cuando, aunque despierta, no dejaba de dormir. Las
flores le recordaban a las cálidas tardes de domingo que había pasado
haciendo ramos silvestres muy cerca del río, hasta poco antes de ver
caer el sol. Se daba cuenta de que los rayos iluminaban las espigas
doradas que acompañaban a las amapolas en el vaivén del viento, pintando
un lienzo infinito de añoranza y felicidad. La llamó una voz. ‹‹Ve con
cuidado››, dijo. Y con una sonrisa en la cara, la niña se giró hacia su
abuela, que ya había atado un ramillete de flores con el tallo de las
mismas.
Todo esto rememoraba Alicia al calor del recuerdo de los juegos de
pueblo, uno de los cuales consistía en tirar semillas de avena barbata
en la ropa y luego contar las que quedaban enganchadas, símbolo
inequívoco de los novios que se iban a tener. Volvió en sí tras unos
instantes de desconexión. Alzó la vista y no pudo ver más que el
despacho, un par de sillas en las que, más tarde, se sentarían nuevos
clientes y un ramo de amapolas coronando el escritorio. Alicia era casi
tan cerrada como los libros de la estantería, pero puedo asegurar que
ese viaje a los campos de amapolas la hizo sonreír.
¿Que por qué lo sé? Porque esas flores me las regalé a mí.